viernes, 24 de abril de 2009

La Crisis

Sumidos como estamos en una crisis económica profunda y dolorosa, la seguridad y el avance de la sociedad contemporánea se oscurecen. La sensación de control, de superación y, lo que es aún más evidente, de que el hombre puede controlarlo todo se está desvaneciendo. No obstante hay que decir que nada de esto es una novedad. Una y otra vez la divina Providencia se ha encargado de someter el orgullo humano. Desde los tiempos de Babel, cuando la humanidad pretendió hacer una torre que llegase al cielo, hasta nuestros días. Después de que muchos diesen a Dios por muerto, se han despertado con el juicio divino sobre sus cabezas y por tanto, tampoco hemos de esperar que reconozcan que detrás de todas estas calamidades se esconde el Juicio.

El Señor de la historia, el Dios de Israel, siempre ha juzgado a las naciones del mundo. Hay que dejar claro que no estamos diciendo que la crisis económica sea un castigo que ha nacido de la nada, es, ante todo, consecuencia directa de nuestros pecados, a saber, avaricia, egoísmo, ansia desmesurada por lo material y todas aquellas características que hacen del ser humano un ser pecador y caído, que, parafraseando palabras de Juan Calvino, no es más que fango, sucio barro. Porque si, como dice Nuestro Señor Jesucristo, la Ley se resume en amar a Dios y al prójimo, lo que esta crisis ha puesto de relieve es que ni amamos a Dios ni tampoco a nuestro prójimo. No hace falta que para ver tal falta de amor vayamos a las altas esferas políticas o económicas; podemos quedarnos en un nivel más próximo: ¿Amas tu a Dios o a tu prójimo? ¿Das muestras de ese amor?

Pero a pesar de esta noche oscura, de sueños rotos y vidas truncadas por el dinero, que vivimos existe esperanza, y esta esperanza no viene de manos del Fondo monetario internacional, ZP, Obama, Sarkozy, Lula, el socialismo, el Papa, las ONG, la paz mundial ni nada que se le parezca. La auténtica esperanza viene del Hijo del hombre que nació hace miles de años en Israel, prometido por Dios en su Palabra. Este Hombre, verdadero Dios también, no vino a este mundo a traer idolologías muertas, al contrario, nos dio vida, vida por su muerte. Estábamos separados de la alegría y la paz que suponen sentir a Dios cerca, separados de Él por el pecado de desobediencia, por el egoísmo y por el orgullo desmedido. Por culpa de cada una de nuestras faltas y traiciones a Dios y a nuestro prójimo merecíamos el desprecio y la muerte eterna pero Dios se apiadó de nosotros. Estando su Hijo en la tierra de Israel, no se aferró a su naturaleza divina como algo que le granjeaba una vida llena de placeres egoístas, al contrario, se entregó voluntariamente como víctima en nuestro lugar para sufrir el castigo que cada uno de nosotros merecíamos. Murió en la cruz, sólo, sufriendo el castigo de la muerte y ahora, lleno de gloria y con el triunfo en sus manos, nos espera a todos aquellos que lo aceptemos como amigo y Salvador en las moradas celestiales, donde no tendremos que preocuparnos más del dinero o la pobreza.

Esta terrible crisis pasará pero lo que nunca dejará de existir es la esperanza en Cristo. Porque cuando cada una de nuestras vidas se apague sólo aquellos que hayan confiado en Jesús podrán disfrutar de tesoros en el cielo, ciertamente no de riquezas materiales, si no de amor y felicidad infinita junto con muchas otras personas y seres queridos en presencia del Dios trino.

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